martes, 29 de agosto de 2017

LAS DESGARRADORA CARTA DE UNA ANCIANA. LA MUJER INVISIBLE QUE VIVE EN TU CASA

Los adultos mayores sin duda están llenos de sabiduría. En un principio, como padres se convierten en nuestros héroes: todo lo pueden y todo lo saben. Conforme avanza el tiempo vemos que cambian, que su piel se arruga, que su paciencia no es la misma y que necesitan ayuda para realizar sus actividades cotidianas.
Es aquí cuando lamentablemente muchos se vuelven “invisibles” para sus familiares. Lo peor de todo es que al fallecer, éstos se deshacen en llanto por su partida. ¿Por qué no mostrar amor en vida? ¿Por qué no llenar de dicha esos últimos años? La siguiente reflexión, escrita por Mariano Osorio, nos ofrece un vistazo a la vida de una mujer a quien su familia y el tiempo hicieron invisible. Te romperá el corazón con sus palabras…
“En esta casa no hay calendarios, y en mi memoria los recuerdos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, unos primores ilustrados con imágenes de santos, que colgábamos al lado del tocador, pero ya no hay nada de eso. Todas las cosas antiguas han ido desapareciendo y yo… yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.
Primero me cambiaron de alcoba porque la familia creció, después me pasaron a otra más pequeña, aún acompañada de mis bisnietas. Ahora ocupo el desván, el que está en el patio de atrás. Prometieron cambiar el vidrio roto de la ventana, pero se les ha olvidado, y todas las noche por ahí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos…
Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz, y cuando por fin lo encontraba yo misma volvía olvidar dónde lo había puesto. A mis años las cosas se pierden fácilmente…
La otra tarde caí en la cuenta de que mi voz también ha desaparecido. Cuando le hablo a mis nietos o a mis hijos no me contestan; es que no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces, llena de tristeza me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar mi taza de café. Lo hago así de pronto para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta de que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón, pero nadie viene.
El otro día les dije que cuando me muera entonces sí que me van a extrañar, y el nieto más pequeñito dijo: “¡Ay!, ¿a poco estás viva, abuela?” Les cayó tan en gracia que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar una llantas viejas y ni los buenos días me dio. Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible.
Me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo. Me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren a mi alrededor de un lado a otro sin tropezar conmigo. Cuando mi yerno se enfermó tuve oportunidad de serle útil, le llevé un té especial que yo misma preparé, se lo puse en la mesita y me senté a esperar a que se lo tomara. Estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia, el té poco a poco se fue enfriando y mi corazón también.
Un viernes se alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos de día de campo. ¡Me puse muy contenta! Hacía tanto tiempo que no salía y menos al campo. El sábado fui la primera en levantarme, quise arreglar las cosas con calma -¡ah! los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa-, así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo, y echaban bolsas y juguetes al carro. Yo ya estaba lista y muy alegre, esperándolos en la puerta. Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en el bullicio, comprendí que yo no estaba invitada. Tal vez porque no cabía en el auto o porque mis pasos lentos impedirían a todos los demás que corrieran a su gusto por el bosque. Sentí clarito cómo mi corazón se encogió; la barbilla me temblaba como cuando uno apenas aguanta las ganas de llorar.
Antes hasta besaba yo a los chiquitos, era un gusto enorme el que me daba tenerlos en mis brazos como si fueran míos, sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar. Pero un día mi nieta Laura -que acaba de tener un bebé- dijo que no es bueno que los ancianos besen a los niños por cuestiones de higiene, y ya no me acerqué más, no fuera a ser que les pasara algo malo por mis imprudencias, tenía tanto miedo de contagiarlos…
Pero yo los bendigo a todos, los perdono y los amo porque son mi familia, son mi sangre y, después de todo, ¿qué culpa tienen los pobres de que yo me haya vuelto invisible…?”
Es verdad, las obligaciones consumen la mayor parte de nuestro tiempo, y si a ello le sumamos la familia, parece que no hay espacios para más. Pero no por ello debemos olvidarnos de nuestros adultos mayores, pues sin ellos no podríamos disfrutar de lo que llamamos “vida”.
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